Nada resulta tan interesante como la locura. Ni tan atractivo. Benditos locos. En realidad ellos consiguen desprenderse de las inhibiciones que el resto disfrazamos de convencionalismos para no asumir nuestra cobardía (léase cordura).
Cuando me sorprendí hablando conmigo mismo me dije: estás loco. Qué pena. Después me sorprendí contestándome y, para entonces, ya había perdido toda oportunidad de estarlo… de serlo. Sólo podía aspirar a ser un cuerdo que había elegido como interlocutor a sí mismo. Economía del esfuerzo, supongo.
Lo que quiero compartir -en principio conmigo- son esos momentos en que jugamos a cruzar constantemente la frontera, consciente o inconscientemente. ¿Por qué? Sólo para divertirnos. ¿Hay un motivo mejor?
Nadie debe juzgarme. Al menos no debe hacerlo esperando que tenga en cuenta su opinión. ¿Falta de humildad? Es lo que tenemos los aspirantes a locos… esas cosas nos dan igual. Opinar es gratis y eso se nota. Alguna vez leí –disculpen la cita incompleta- que las opiniones son como el culo: todo el mundo tiene uno.
Ahora que usted ha aceptado que me dará igual lo que piense y que yo me he comprometido a ser algo menos gilipollas… podemos continuar.
Desde hace algún tiempo, la locura no es una enfermedad. Psiquiatras y psicólogos se han apresurado a descomponerla en decenas de patologías que liberan a la locura de tal sospecha, convirtiéndola en algo maravilloso. Antes todos éramos locos, sólo que a unos se les notaba y a otros no. Ahora hay maníacos, depresivos, psicóticos, paranoicos, bipolares, esquizoides… Y, ojo, no los confundas que se molestan. Hemos cambiado la camisa de fuerza por el Prozac, las paredes acolchadas por los divanes y, sobre todo, hemos dotado de bondad, capacidad de riesgo, impulsividad, descontrol y otras cualidades positivas a la locura. No sé si habrá sido un acierto.
Hablar con uno mismo, entonces, no es síntoma de ausencia de salud mental. Al menos si de cuando en cuando también hablas con quienes te rodean: recuerda, no deben pensar que estás loco… Querrían copiarte.
Cuando me sorprendí hablando conmigo mismo me dije: estás loco. Qué pena. Después me sorprendí contestándome y, para entonces, ya había perdido toda oportunidad de estarlo… de serlo. Sólo podía aspirar a ser un cuerdo que había elegido como interlocutor a sí mismo. Economía del esfuerzo, supongo.
Lo que quiero compartir -en principio conmigo- son esos momentos en que jugamos a cruzar constantemente la frontera, consciente o inconscientemente. ¿Por qué? Sólo para divertirnos. ¿Hay un motivo mejor?
Nadie debe juzgarme. Al menos no debe hacerlo esperando que tenga en cuenta su opinión. ¿Falta de humildad? Es lo que tenemos los aspirantes a locos… esas cosas nos dan igual. Opinar es gratis y eso se nota. Alguna vez leí –disculpen la cita incompleta- que las opiniones son como el culo: todo el mundo tiene uno.
Ahora que usted ha aceptado que me dará igual lo que piense y que yo me he comprometido a ser algo menos gilipollas… podemos continuar.
Desde hace algún tiempo, la locura no es una enfermedad. Psiquiatras y psicólogos se han apresurado a descomponerla en decenas de patologías que liberan a la locura de tal sospecha, convirtiéndola en algo maravilloso. Antes todos éramos locos, sólo que a unos se les notaba y a otros no. Ahora hay maníacos, depresivos, psicóticos, paranoicos, bipolares, esquizoides… Y, ojo, no los confundas que se molestan. Hemos cambiado la camisa de fuerza por el Prozac, las paredes acolchadas por los divanes y, sobre todo, hemos dotado de bondad, capacidad de riesgo, impulsividad, descontrol y otras cualidades positivas a la locura. No sé si habrá sido un acierto.
Hablar con uno mismo, entonces, no es síntoma de ausencia de salud mental. Al menos si de cuando en cuando también hablas con quienes te rodean: recuerda, no deben pensar que estás loco… Querrían copiarte.